Murales por la Paz
Murales por la Paz

Videoforos y Talleres para promover el concurso

Selección de bocetos

Lanzamiento de los Murales por la Paz

Realización de los Murales por la Paz sobre la 5a

La memoria del proyecto

Fotografías a Pantalla Completa

Escríbanos a almuro_@hotmail.com
 

PASO MURAL
por Rodrigo Daza
 

Elemental, mi querido Watson.  Si lo que digo es cierto, entonces la ciudad es lo de menos.  ¿O no?  Lo que digo no es cierto entonces.  Lo que digo no lo he dicho y, claro, he menospreciado el espacio público.  ¿De qué sirve la cultura si no hay un espacio conceptual -al interior de las mentes- que sea verdaderamente público, para ser compartido?  Hemos pasado a valorar demasiado nuestro espacio de intimidad porque estamos intimidados.  Nuestro rincón es lo único que nos queda en medio de tantos enemigos, lo valoramos como una fortaleza en medio de bárbaros feroces.  Pero el problema está ahí:  Los bárbaros no sólo están afuera.  Al construir nuestras altísimas cercas, levantar nuestros muros coronados de alambre de púa, hemos demostrado que lo que hay al otro lado no nos interesa, que lo que importa es que de ningún modo llegue a entrar a nuestro recinto.  Es ahí donde se abre la puerta por un lugar desconocido.  Las puertas tienen ojo mágico, dos, tres cerraduras y las exigencias de fortaleza que exige la posibilidad de ser tumbada.  Pero el muro, que siempre mira a la calle ¿Qué podrá hacer?  ¿Simplemente callar e impedir que se entren?  No, el muro tiene múltiples funciones al igual que la puerta.  El muro es parte esencial de la construcción.  Hace parte de la manera como entendemos la vida, la intimidad.  Nuestra vida individual es muy frágil, no es como la de los indígenas amazónicos que comparten casi todo y comen cada vez que hay visita.  Eso se refleja en sus casas comunales donde viven todos juntos o, incluso, casas sin paredes.  No, lo nuestro es algo que necesita ser protegido, separado del mundo exterior.  En la ciudad todavía más.  Pero igual, no nos gusta ver meros ladrillos o repellos en obra negra cada vez que llegamos a casa.  En algunos casos (muy raros) el repello se embellece y se deja así; lo normal es que la gente use el color para que su casa sea agradable a sus ojos, para que diga algo a sus vecinos.  Es desde ese mismo color desde donde empieza la conciencia imprescindible de lo público en la ciudad.  Sabemos que ellos -los vecinos- están ahí.  A duras penas les hablamos (¡Hola, vecino! ¿Cómo está? ¡Adiós!), sólo si son nuestros parientes o compartimos algo más que ese simple espacio vamos más allá.  Puede ser una relación de trabajo, una relación comercial, una amistad en común o algo así.  Cuando no la tenemos, siempre queda el interés negativo:  No quiero que mi vecino sea mi enemigo, que no me arme problemas, que no me mire mal, que no me robe, que no me deje solo cuando llegue el ladrón, que no me haga basura, que no me muerda su perro...”  Es decir, nos quedan las relaciones que queremos con la ciudad, las mismas que son más intensas ahí donde la comunidad tiene conciencia de sí y se quiere.  Aún en la pobreza más indigna podemos ver intentos de diálogo.  El pobre que levanta su tugurio en cartón, organiza los colores, los plásticos "para que eso no se vea tan feo".  Cuando ya se ha asentado y tiene algún familiar criado en el campo, colgará plantas de flores en tarros, las sembrará en la tierra de alrededor.  Más si ese familiar es mayor y es mujer.  En nuestra sociedad la pobreza y el campo tienen una relación casi intrínseca.  Aún en las fortalezas de los más ricos veremos muros embellecidos con detallitos como las veraneras (que tienen muchas espinas y muchas flores) o hechos en roca, como para dar la ilusión de que es natural que estén ahí.  Hasta los perros que ladran furiosos se busca que sean bellos:  Pastores alemanes, Rottweilers, Doberman.  Si se trata de días festivos como Navidad será todavía más evidente.  Se colgarán costosísimos adornos para que todo el mundo los vea; eso sí, asegurados con grapas o alambres y recomendados al vigilante.  El diálogo está dado, está hecho, en medio de la agresividad común.  Es un refugio en medio de ella, un residuo de algo que todos quisiéramos que fuera el lugar común.  Nos encantaría una ciudad amable, donde uno pudiera dejar la puerta abierta y conversar sin temor con el vecino, abrir, invitar al recién llegado a cenar con nosotros.  La guerra del todos contra todos que la inseguridad nos impone sólo deja lugares residuales para esas intenciones.  ¿Cómo agrandar algo así?  ¿Cómo abrir un espacio para que la ciudad, la sociedad se ame más, se reconozca?
 
 

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