PASO MURAL
por Rodrigo Daza
Elemental, mi querido Watson. Si lo que digo es cierto, entonces
la ciudad es lo de menos. ¿O no? Lo que digo no es cierto
entonces. Lo que digo no lo he dicho y, claro, he menospreciado el
espacio público. ¿De qué sirve la cultura si
no hay un espacio conceptual -al interior de las mentes- que sea verdaderamente
público, para ser compartido? Hemos pasado a valorar demasiado
nuestro espacio de intimidad porque estamos intimidados. Nuestro
rincón es lo único que nos queda en medio de tantos enemigos,
lo valoramos como una fortaleza en medio de bárbaros feroces.
Pero el problema está ahí: Los bárbaros no sólo
están afuera. Al construir nuestras altísimas cercas,
levantar nuestros muros coronados de alambre de púa, hemos demostrado
que lo que hay al otro lado no nos interesa, que lo que importa es que
de ningún modo llegue a entrar a nuestro recinto. Es ahí
donde se abre la puerta por un lugar desconocido. Las puertas tienen
ojo mágico, dos, tres cerraduras y las exigencias de fortaleza que
exige la posibilidad de ser tumbada. Pero el muro, que siempre mira
a la calle ¿Qué podrá hacer? ¿Simplemente
callar e impedir que se entren? No, el muro tiene múltiples
funciones al igual que la puerta. El muro es parte esencial de la
construcción. Hace parte de la manera como entendemos la vida,
la intimidad. Nuestra vida individual es muy frágil, no es
como la de los indígenas amazónicos que comparten casi todo
y comen cada vez que hay visita. Eso se refleja en sus casas comunales
donde viven todos juntos o, incluso, casas sin paredes. No, lo nuestro
es algo que necesita ser protegido, separado del mundo exterior.
En la ciudad todavía más. Pero igual, no nos gusta
ver meros ladrillos o repellos en obra negra cada vez que llegamos a casa.
En algunos casos (muy raros) el repello se embellece y se deja así;
lo normal es que la gente use el color para que su casa sea agradable a
sus ojos, para que diga algo a sus vecinos. Es desde ese mismo color
desde donde empieza la conciencia imprescindible de lo público en
la ciudad. Sabemos que ellos -los vecinos- están ahí.
A duras penas les hablamos (¡Hola, vecino! ¿Cómo está?
¡Adiós!), sólo si son nuestros parientes o compartimos
algo más que ese simple espacio vamos más allá.
Puede ser una relación de trabajo, una relación comercial,
una amistad en común o algo así. Cuando no la tenemos,
siempre queda el interés negativo: No quiero que mi vecino
sea mi enemigo, que no me arme problemas, que no me mire mal, que no me
robe, que no me deje solo cuando llegue el ladrón, que no me haga
basura, que no me muerda su perro...” Es decir, nos quedan las relaciones
que queremos con la ciudad, las mismas que son más intensas ahí
donde la comunidad tiene conciencia de sí y se quiere. Aún
en la pobreza más indigna podemos ver intentos de diálogo.
El pobre que levanta su tugurio en cartón, organiza los colores,
los plásticos "para que eso no se vea tan feo". Cuando ya
se ha asentado y tiene algún familiar criado en el campo, colgará
plantas de flores en tarros, las sembrará en la tierra de alrededor.
Más si ese familiar es mayor y es mujer. En nuestra sociedad
la pobreza y el campo tienen una relación casi intrínseca.
Aún en las fortalezas de los más ricos veremos muros embellecidos
con detallitos como las veraneras (que tienen muchas espinas y muchas flores)
o hechos en roca, como para dar la ilusión de que es natural que
estén ahí. Hasta los perros que ladran furiosos se
busca que sean bellos: Pastores alemanes, Rottweilers, Doberman.
Si se trata de días festivos como Navidad será todavía
más evidente. Se colgarán costosísimos adornos
para que todo el mundo los vea; eso sí, asegurados con grapas o
alambres y recomendados al vigilante. El diálogo está
dado, está hecho, en medio de la agresividad común.
Es un refugio en medio de ella, un residuo de algo que todos quisiéramos
que fuera el lugar común. Nos encantaría una ciudad
amable, donde uno pudiera dejar la puerta abierta y conversar sin temor
con el vecino, abrir, invitar al recién llegado a cenar con nosotros.
La guerra del todos contra todos que la inseguridad nos impone sólo
deja lugares residuales para esas intenciones. ¿Cómo
agrandar algo así? ¿Cómo abrir un espacio para
que la ciudad, la sociedad se ame más, se reconozca?